RICARDO LEGORRETA
Jamás se consideró a sí mismo un gran arquitecto. Solamente disfrutaba haciendo su trabajo. Como un fino relojero, cumplía lo prometido y era tan dedicado para diseñar y construir una torre como lo hacía para una casa. No creía en el sello distintivo, más sí en las ideas, en lo que funcionaba bien.
Ricardo Legorreta Vilchis nació en 1931 en un México que se debatía entre la religión centenaria y un estado totalitario. Ése año se estrenó Santa, la primera película sonora mexicana.
Cuando decidió ser arquitecto se estudiaba la carrera en la Escuela Nacional de Arquitectura en la Academia de San Carlos de la UNAM, por cuyos pasillos caminaron Tolsá, Tresguerras, Mariscal, Pani y Ramírez Vázquez.
Antes de cumplir 18, ya trabajaba para José Villagrán García, uno de los mayores exponentes de la arquitectura racionalista en México y Latinoamérica. No pasó mucho tiempo para que ascendiera desde dibujante a jefe de taller y finalmente a socio. A principios de los 60, sus caminos habrían de separarse. Ricardo había desarrollado ya la seguridad para abordar los proyectos con su impecable sentido de la responsabilidad.
En entrevista realizada por el arquitecto Federico Campos en 2006, Legorreta recordó esta etapa con su mentor: “Me educó como no tienes idea. Yo ya no lo aguantaba. Todavía después mantuve con él una relación muy cercana. Me regañaba. Me dijo: pues mire usted, están muy bien sus obras, pero yo creo que usted tiene un concepto de despilfarro. Los espacios que usted está haciendo no corresponden a este país”.
Las proporciones que perfeccionó con los años, “se da uno cuenta de los errores hasta que ya están construidos”—decía—, hacían ver menos altos los cuerpos de sus edificios, escondiendo con cierto misterio los varios niveles que contenían. La luz en los interiores es siempre generosa y por lo normal útil y la expresividad de su geometría se lee sin complicaciones.
Por décadas comparado con Luis Barragán, a quien conoció desde muy joven y con quien después trabajó, sus elementos poseen reminiscencias innegables del primero. Sin embargo, se separa también. La escala de los proyectos que ha realizado requiere la solución de extensos programas y diseños estructurales complejos, mientras que conserva el gusto por explorar cuerpos entresacados que dota de revestimientos perennes, ya sea el azulejo, el tabique y hasta la piedra.
En el libro Luis Barragán, La Revolución Callada (Skira, 2002), el propio Ricardo escribe sobre su amigo: “La profunda influencia que ejerció sobre mí fue en el ámbito de los sentimientos, de la amistad, de la espiritualidad, y en sus últimos años, en la comprensión de la muerte”.
Sin embargo Legorreta nunca se autodefinió bajo un específico estilo; pero al final, inescapable, lo acuñó paulatinamente con la suma de sus creencias.
Ya como Legorreta + Legorreta (2001 al presente) obtuvo la Medalla de Oro de la Federación Panamericana de Asociaciones de Arquitectos, así como diferentes doctorados otorgados por universidades de gran prestigio. Muchos de sus edificios han sido premiados por organismos, bienales, gobiernos e institutos de todo el planeta.
En 2010, fue su querido colega Francisco Serrano (autor de la Universidad Iberoamericana y la T2 del Aeropuerto de la Ciudad de México) quien lo eligió para recibir el Reconocimiento a la Trayectoria que otorga el Encuentro Nacional de Arquitectura y Diseño de Interiores, ENADII. Al presentar el premio, Serrano se refirió a Ricardo Legorreta como “El representante más importante a nivel mundial de la arquitectura mexicana”.
Aceptándolo dijo: “La única tristeza en mi vida es ver que no tenemos lo que nos merecemos. No les hemos dejado a ustedes lo que se merecen. Una de las razones es básicamente porque no creemos en nosotros. […] ¡Somos buenísimos¡ ¡Éntrenle con toda la decisión del mundo!”.
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